Editorial: de parques y de la vida


Nos gustan los parques de atracciones porque se parecen a la vida pero como si la pudiéramos vivir (al menos por unos instantes) desde afuera.

Nos gustan porque los amores que más enganchan son montañas rusas, caídas libres y subibajas.

Porque vencer al vértigo con un grito se parece un montón al orgasmo.

O porque subirse a la noria, rodilla contra rodilla, con la mujer que uno quiere, es una forma rarísima de hacer el amor.

También porque somos adictos al gusto por el susto; y más adictos aún a la luz que por fin se abre al final del túnel de esta casa del terror donde habitamos.

Nos gustan  los parques de atracciones porque, en el fondo, somos unos masoquistas empedernidos. Queremos que se nos suba el estómago a la boca y que el corazón se nos haga pasa,  anhelamos ese frío que nos gana el bajo vientre justo antes de la caída y deseamos en el más profundo silencio que por fin venga algo a provocarnos esa pérdida del control sobre las mandíbulas.

Nos gustan también los parques de atracciones porque huelen a orines con algodón de azúcar con salchichas con miedo y agua de colonia. El olor del peligro controlado. En fin, nos huelen a infancia.

Será que nos gustan los parques de atracciones porque allí nos sentimos, al fin, valientes en un mundo atestado de cobardes.

Bienvenidos al parque de atracciones de los Hermanos Chang

Fedosy Santaella y José Urriola (maquinistas)


Hope

Cinzia Ricciuti



Yo soy el lienzo.
Y el lienzo tiene que estar desnudo.

Armando Reverón


Que ningún intento es el último
que somos nada todos los días al abrir los ojos

que hay que construir futuros y amasar pasados
que buscamos las luces del día anterior
porque mientras dormimos morimos
o soñamos
que viene a ser lo mismo

que preguntamos y llenamos nuestro saco de fe
de arcilla con la que escu(l)piremos nuestra forma de ese día
sólo de ese día

que a veces nos topamos con un héroe
con una princesa
con los malabarismos
con un mendigo muerto
con la dignidad

que el apocalipsis es un gotero lento
y no el big bang que quisiste
que no será tan fácil destruirte

que los perros son fieles porque permiten los golpes
y los gatos son brujos porque no se pliegan
que queremos que se plieguen

que cuando somos cadáveres
nos montamos en la montaña rusa del amor
o del arte
a ver si resucitamos
y sí
lo hacemos
procreamos
creamos
vivimos

que faltan 72 minutos para las 5 y 14 de la tarde
y que el tiempo lo medimos
sólo porque no existe.

Parque de atracciones eróticas: Pornosofía

Joaquín Ortega




Threesome y epoché
El protocolo pornográfico establece el encuentro de dos mujeres y un hombre bajo la herencia del Menage a Trois —relación amorosa producto del novedoso formulismo amatorio, naciente en aquellas casas de citas del siglo XIX. La cama, el gimnasio, el set exterior o interior ayudan a manifestar la esencia de la pulsión en clave fenomenológica. Se origina así, un descubrimiento andrógino en la unión de tres cuerpos, en la reunión de placeres, se revela la pertenencia del deseo al orden de la conjunctio opositorum y cada combinación iterada “hombre-mujer-mujer”, satisface las dos pulsiones ocultas de la bisexualidad consumada. Una bajo el contrato de la posición dominante femenina, a su vez compensadora desde el punto de vista masculino. La segunda, por medio de la reafirmación del poder de observación varonil, esto es, desde la revelación del espejismo, primeramente polucionado y ahora cumplido.

Creampie y Pareto:
La inseminación y el All Internal como subgénero pornográfico manifiesta el poder de atracción especialmente en la mirada. Lo sexualmente consumado, debe registrarse —y en especial orgías, tríos o grupos puede— compartirse. El cum sharing y el feltching, se conecta con una teoría que no reconoce ninguna deducción lógica. Para un economicista social como Pareto todo residuo es instinto, sentimiento, son intereses que constituyen los materiales de las teorías no científicas. Las derivaciones en clave paretiana se sistematizan lógica o seudológicamente, produciendo en el observador la idea de que el poder generador de su semilla se traslada —en una sola eyaculación— al conjunto con el que comparte la escena de placeres. El protagonista sigue siendo el hombre a través de la esperma que se comparte y que lúdicamente termina comunicada e intervenida entre efusiones y saliva entre las bacantes.

MILF y la imagen mnémica:
La memoria en clave aristotélica contiene un carácter electivo, y en especial deliberativo. La mujer madura —en este caso, para el mundo porno todo lo que no es teen o pornstar, va asumiendo un carácter crepuscular, pero también de iniciación. Los tríos se pueden subcomponer en una joven mujer —seducida o no por la pareja— y una mujer adulta que construye, rechaza o se inmiscuye en el artilugio para la red de regodeos. Para San Agustín el tiempo era un Distensio Animi, esto es, “lo que duraba la conciencia”. Dentro del cosmos de las mujeres mayores, serán las fantasías eróticas el territorio donde los consumidores de la escena, acuerdan archivar la belleza en nueva voluptuosidad. El tiempo se detiene y el final se estira la piel contra el espacio, se prolonga del estado presente al potencial y se consuma la belleza tecnológica y quirúrgicamente revitalizada.

Rough sex, sado maso y la construcción de la máquina:
La patología de la violencia —y de la del dolor— coinciden en que las condiciones deben ser establecidas, tanto para los jugadores como para la puesta en escena. La repetición de una situación traumática, ahora bajo condiciones reguladas por el director(a) o por el actor-actriz de la escena, constituye un sistema afinadamente autónomo, lejano a cualquier encuadre de la fantasía sexual común. Al repetir el orden de los factores —ahora con un resultado distinto— la fantasía del sexo rudo se revisa a la luz del formalismo matemático, esto es, la escena concebida como una máquina, que al disponerse, resuelve un problema definido, pero incapaz de satisfacer las ramificaciones de “todo problema”, en el sentido de Gödel. Así, al cabo de finalizar las combinaciones y tormentos, los dolores y humillaciones consentidas, la paradoja del número y lo empírico se verifican debido a la comprobación de un hecho de identificación de experiencias aisladas.

Group, orgy y una posible la condición ex hypothesi del gusto:
Para la universalidad del juicio la comunicabilidad de las razones y del sentimiento es fundamental. La base primaria de la orgía es el placer dionisíaco y la participación delirante. No existe orgía sin excesos y la puesta en escena pornográfica así lo reconstruye. Todo intercambio de pareja condice y reubica a la reproducción de la posición sexual, a la modificación de las posibilidades y a la observación del placer ajeno. Los integrantes se acondicionan al gusto de los torsos y los genitales, de la búsqueda -y satisfacción delicada- oral y vaginal, para luego irse ubicando en la geografía de las delectaciones de los convidados. Potencia y hábito se ponen a prueba luego de la ronda sexual. La prueba es psicológica y física ante la observación, y la estética del proceso, evaluará las bases de la próxima aparición en grupo, a partir del sentido común.

Vintage sex y la dimensión espacial:
El viaje al pasado se produce con la memoria y con el registro audiovisual, con la confrontación del documento gráfico o escrito. La pornografía melancólica existe y se despliega en los lugares donde las viejas imágenes brillan con su luces gastadas, con sus estrellas muertas o en proceso de despedida de las cámaras. También se recuerda, por medio del homenaje: vello falso en genitales, pelucas y maquillaje, música e iluminación. Entre el sexo pasado coreografiado —y ejecutado por personas vivas— y la excitación de los cuerpos bellos, pero muertos, aparece un Tanatos enmascarado de Eros. El material audiovisual produce el mismo confuso sentido del espacio como un receptáculo del placer. Largo, ancho y profundidad versus las nuevas dimensiones del espacio-tiempo producen unos contornos orgásmicos incalculables para el “no lugar” y la inmanencia.

Parque Caracas

Carla Duarte



Caracas está tan vuelta nada que ya ni un parque de atracciones decente hay. Acá está prohibido divertirse, reírse y ser feliz. 

Es inmoral e ilegal. Un crimen castigado con pena de muerte a manos del hampa común o con vivir aquí en cadena perpetua, sin luz y sin agua.

En aquel entonces sí se podía. Recuerdo mi cabeza saliendo por la ventana del Maverick que fue primero azul y luego verde.

Me gustaba tragar aire, sentir el viento despelucándome las ideas en la Libertador y el olor indescriptible de la “Branca no brinca y si brinca no es Branca”. Eran los 70 y mis manitos se perdían en las manos protectoras de mi papá y mi mamá, cuando me llevaban agarrada durísimo mientras entrábamos a Chicolandia o al Parque de El Conde.

Ella no tenía ni idea de la clase de lección de vida que me enseñaba cuando sonreía de par en par con la boca y con la cara, aunque se sintiera asustada o triste por algo, quizás porque en aquel entonces no teníamos mucho real. Se ponía en cuclillas y me susurraba al oído: “No tengas miedo, polillita, esto es la vida. El mundo es tuyo”. ¿O sí la tenía?

Él tampoco. Sus ojos inmensos de aceitunas griegas con pestañas patas de arañas, que me regaló, que heredó mi hija y que probablemente tendrían mis nietos (si yo no hubiese decidido ahorcarme), estaban tan abiertos como los míos. A punto de dejar sus órbitas y explotar. En algún momento, no sé cómo, nos atrevíamos, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas y cruzábamos la entrada.

Eran dos niños criando a una niña. Quizás por eso les gustaba tanto como a mí jugar a volar, morirnos de miedo abrazados en la casa del terror, dar vueltas y vueltas en una noria infinita con luces intermitentes de neón, subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar en espiral hasta que el corazón y las tripas se nos escapaban por la boca y la adrenalina nos llevaba a la estratosfera, después de quedar al revés en un pulpo gigante o en la falda de una bailarina borracha de la que los tres nos bajábamos haciendo ochos sobre carcajadas.

3 x 8 = 24 + 4 =28. Mi hermano, el intruso, nació. El tiempo pasó. Todo cambió en mi mundo feliz con olor a cotufas y algodones de azúcar, con sabor a Colita y perro caliente, con música de organillo saliendo a todo volumen por los altavoces, acallando a un león que rugía satisfecho cuando lo alimentaban de basura, para luego tomarme una foto (que ahora se amarilla en una caja apolillada como mis recuerdos), en la que estoy sobre las rodillas de un payaso de madera pintada, que está sentado en un banco que ya no está, en la Rómulo Gallegos, cerca de la Zulia, o en la Bolívar, mientras frente a nuestros ojos se levantaban titánicos y cargados de buenos presagios de ciencia ficción que no se cumplieron: Anauco, Caroata, Catuche, Mohedano, Tacagua, Tajamar y San Martín.

En una ciudad que creció conmigo y que como yo, ya no es la misma, como ya yo no soy. Las dos perdimos la inocencia, el ímpetu y la fe. 

Nos dejamos vencer. Primero, las cosas las hacíamos desde los sueños, la esperanza, y la alegría. Después las hicimos desde el odio, el ego, la envidia, el resentimiento y el pánico. Hasta que no las hicimos más.
Se nos quitaron las ganas de seguir.

¿Dónde nos perdimos? ¿Cuándo dejó de ser divertido?

Creo que fue cuando a Caracas y a mí nos cayó la polilla Mothra que nos corroyó, destruyendo la materia en la cual anidó hasta acabarnos y todo se volvió abulia, impasibilidad de ánimo, desidia, inercia.

Caracas decidió morirse antes de seguir suspendida en la impotencia y la rabia, y yo con ella. Es preferible no vivir a hacerlo con miedo.

Nos quitamos la vida echándonos un lazo al cuello y colgándonos desde el Pico Oriental. “Es mejor así. Es mejor”.

Isabel y la catapulta

José Javier Rojas




The more you...

Think that you're right chances are that you're probably wrong

Perfectly Perfect. Elizabeth and the Catapult


La cosa es más o menos así: justo cuando uno está más seguro de estar en lo cierto, ahí en el mero medio de la certeza cierta, justo ahí es cuando uno está más equivocado. Los dueños de la verdad revelada no te dejan alternativa, o con ellos o contra ellos. Abajo los grises. Mueran los tibios, que a joderse tocan (hasta en la Biblia hay un pasaje explícito al respecto): en Apocalipsis 3: 15-16 dice literalmente que los tibios serán vomitados al final de los tiempos, antes de que el Árbitro de todos los árbitros dé los tres pitazos. Ni modo, eso es lo que hay, así que hay que resolver. O te polarizas, te radicalizas, te aclaras y declaras in pectore quemando las naves, te pones la camiseta para sudarla hasta derretirla y rodilla en tierra, no pasarán, viva yo y los como yo. O desenvainas la espada o te envainas por mojigato, melifluo, tránsfuga y mequetrefe. No vale la abstención ni el voto nulo. Ñañaña ña.

Mala cosa entonces, porque uno es tibio de toda tibieza, digamos templado tirando a tropical, con temperaturas que oscilan alrededor de los 30 grados, con vientos alisios, por lo general parcialmente nublado y con chubascos al final de la tarde. Así vino la mano que me tocó cuando repartieron la baraja. Está en mi naturaleza leer la letra chiquita, el pie de de página, las ciertas condiciones especiales que aplican de la garantía, el librito que trae el CD, la etiqueta del fabricante, los componentes del fármaco con sus efectos secundarios y todo el universo de matices que trae la carta del Pantone. A pesar de lo buena gente, uno es desconfiado, retentivo anal y maniático del detalle que ríete de Cantiflas.

Sea el petróleo de nuestras entrañas oleaginosas amenazado por el apetito insaciable del Norte industrializado, los pepinos satanizados injustamente por asesinos cochinos en la madre España, o los delfines enchumbados de mercurio fileteados en Japón y vendidos como atún en las escuelas niponas. Sean las Torres Gemelas, los gemelos tipográficos Osama/Obama, las armas de destrucción masiva que se inventan a discreción facultativa como el cuento del lobo, tal como los planes de magnicidio local por haber a granel. Todo eso a uno le parece un agregado, un pastel gigantesco de disparates, medias verdades, dogmas tragados a pulso, intereses inconfesables, trampas cazabobos, infomerciales, golpes de pecho de canallas y todo el rosario de bajezas infinitas que somos capaces de infligirnos con la saña que nos caracteriza como especie.

Tuve la suerte de tropezarme con la belleza y la inteligencia de esta muchacha, Elizabeth Ziman, en estos tiempos cada vez más feos y brutos de toda brutalidad. Recomiendo su escucha activa y atenta como bálsamo contra la estupidez universal de los que están claros y se la dan de doctos y sabrosotes. Su banda se llama Elizabeth & The Catapult. De nada.

Primeros parques

Mireya Tabuas



Chicolandia
La niña rubia maneja un barco. Clic. A su lado un desconocido mira a la cámara. La foto no era para él, pero allí está protagonizando la toma el descarado. La niña rubia, indiferente, maneja el barco. Su barco. Su trasatlántico. Tiene un timón. Sonríe, dice la madre. El metiche hace caso –como si fuera con él- y nuevamente enseña los dientes. Ella no escucha, se deja llevar por el movimiento circular de la nave. Si baja su mano derecha siente el roce del agua. No te metas la mano en la boca que te enfermas, regaña la madre e insiste con el lente. Clic inútil. La niña no mira a la cámara, ni al carrito de cotufas, ni a los avioncitos, ni al tren, ni al carrusel, ni a la avenida Rómulo Gallegos, ni al tonto que está a su lado. Ella observa el horizonte. El descomunal océano.



El Conde
El mayor tobogán del planeta Tierra. Mucho más alto que las torres que levantan a su lado, que según dicen serán los rascacielos más altos de Caracas, de Latinoamérica (¿pero quién le cree a la gente? –La gente inventa, exagera-). Qué va, esas torres se quedarán enanas, en cambio, este tobogán es infinito. Allá abajo hay una madre asustada. Mírale la cara a esa madre de hace tres siglos, vestido de flores. Puro nervio es la madre. Acá arriba, relajada, valiente, hay una hija única y flaquísima, sobre un saco de tela, al borde del abismo. Salto mortal. Clic. El placer –el vértigo de la niña, la angustia de la madre- dura diez segundos. Si lo sabrá la hija: la felicidad es corta, pero absoluta.

Chacaíto
Ni Penélope Glamour ni el Espantomóvil ni el Súper Chatarra Special ni Piernodoyuna ni Patán. Allí está ella, verdadera maestra del volante. Mil kilómetros por hora en su automóvil rojo y crash, acaba con el carro verde, niña de lacito rosado llora, y no hay tiempo de lamentaciones de perdedoras porque crash, ella acaba con el autito azul, niño de gorra blanca la mira con rabia y no hay tiempo para disculpas porque crash, crash, crash, triple accidente automovilístico contra dos carros negros y el carro verde y otra vez niña del lazo que llora. Ella en cambio sonríe. Maluca. Es la reina de los carritos chocones. Le gusta la sangre. Pero no hay testimonio de su acto criminal. Torpe con el lente, la madre no puede cazarla en su velocidad. No hay clic.

Montaña rusa

Enrique Enriquez

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ah...
…………..……...eh!!!


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Parque Santa Rosa

Sergio Márquez





A Teotiste


Parque Santa Rosa era un contenedor meta-psico-temático, tanto como podrían serlo el Rito Escocés Antiguo y Aceptado o el compendio de las taxonomías humboldtianas. Un Atlas de mecanismos para el regocijo, compuesto en principio y desde el final (este parque se recorría siempre, desconozco la razón, partiendo de su fondo en progresión hacia su acceso) por una noria hemodinámica hecha de cajas de madera endeble, pirograbadas con racimos de uvas blancas, desplazada ésta por poleas y mecates encebados; al fondo y al centro, frente a un peralte de megaforbias —sombrío remanso vespertino de los onanistas— se erguía el delgado totem esmeralda adornado de testículos, presidiendo el patio seco de los ahorcamientos, cruzado su aire por una matriz de cables metálicos, las líneas de sus sombras temblando en el polvo de su no-enlosado.

Los bordes periféricos de este parque ritual eran entoldamientos de espesura ordenados sin solución de continuidad, con alguna escalera de aluminio de la cual colgarse proyectándose horizontalmente aquí o allá a partir de la cerrazón. Un nudoso y oscuro axis-mundi de tiernos cogollos helicoidales y silletas voladoras, compuestas ingeniosamente por un manjar de trementina, marcaba el centro numinoso del parque metafísico, extendiendo sus rugosos brazos motorizados casi hasta rozar el perímetro (cosa esta prohibida) de lo frondoso; la sucesión de sus remos arborescentes semejaba una bruñida escalera de caracol en ascenso hacia la bulbosa y verde nada.

Una retícula geomántica se desplegaba en torno al eje y a partir de él, invocando lo ignoto; forzando los desplazamientos hacia los travesaños tuberosos, donde cada tarde a la misma hora ardía un ejército de soldados de plomo entre racimos y llamas de solvente. Librado el vértigo del centro, a la derecha y tras cortinajes de un caucho caleidoscópico, yacía el teatro de las cajas, con su cobertizo de escamas y un secreto bajo cada tapa (bambalinas cromadas de voces femeninas, ristras de cometas extintos y cajas de música preservadas en cuerno de ciervo susurraban allí su anual encierro).

Antes de cruzar el portal, podía visitarse el coliseo de los escarabajos, donde los acorazados combatían entre sí mientras transportaban titánicos planetoides de estiércol. Un caduceo astringente y cítrico (al estilo de un Tesla Coil que escupe gusanos hediondos y radiactivos) inauguraba el final del recorrido en camino hacia el comienzo.

A la izquierda un laboratorio alquímico, que guarda las herramientas de la Gran Obra y una piedra sutil donde esmerilar, entre chispas, a niños, salamandras y coronas; a la derecha el hipódromo centrífugo exclusivo de los sábados, con su giroscopio de kilovatios tejido a mano en fibras de humo de tabaco, adobe y humedad.

En el centro, el enorme tobogán de concreto armado y sus torrenteras para las exhibiciones del agua y el granizo, todo chorreante en dirección al profundo albañal y su eco pelágico.

Marcando la entrada -envidia de Salomón- lado a lado, el árbol de jazmín fantasmagórico que ya no existe pero está allí (espanta), con su aroma-aliento de lobo centinela, y el árbol de floración flamígera que calcina los inviernos; el primero guardando la rueca de la celosía y el segundo la pila de las abluciones.

Así, como lo describo (o al menos como lo recuerdo) llegó a ser alguna vez el Parque Santa Rosa. Afuera, la fábrica de tejas y la usina de cacao. Adentro, el coto de verdinegros rincones y la cinemática de sus híbridos artefactos.

Allí crecí, rodeado siempre por el asombro. Avenida Principal de Santa Rosa, Casa nº 56, teléfono 574-00-85. Así fue, alguna vez y para siempre, el corral trasero del caserón de mi abuela, es decir, de la casa a donde fui llevado inmediatamente después de nacer, quiero decir, de la casa donde nací.

Leonora y el parque de atracciones

Fedosy Santaella




En memoria


1
Un parque de diversiones es el sitio
adonde van a dar
los surrealistas muertos.

2
Leonora toca el portón. Lleva bajo el brazo
el cadáver de una mujer pájaro.
Mi doble ha muerto, vengo a traerla,
a ver si me entiendo por fin con ella.
El problema es que siempre estuvo loca.
Y yo también.
Dalí
se indigna.

3 (o pre coda de 4)
Hay montañas rusas con formas de pregunta.
El punto es tu cabeza, de cabeza.

4
Hay una pirámide con una montaña rusa adentro.
Leonora siempre lo supo: las montañas rusas son
para las preguntas. No hay que responderlas,
hay que vivirlas.

5
Cierra los ojos, sigue viendo
el mismo parque, las mismas atracciones.
El surrealismo no tiene párpados,
es el insomnio del inconsciente.

Coda de 5
Max Ernst despierta y ella no está a su lado.
¿Adónde se ha ido mi novia del viento?
Se la llevó un tifón de locura, responde Leonora
con su voz de yegua nocturna.

Coda de coda 5
Yegua de crines de fuego.
Yegua de la noche, night
mare, pesadilla.
Una mujer de equitación y esgrima
es una rebelde que escupe dientes
contra las sillas de tu comedor
y contra su padre.
También el parque
presta estos servicios.

6
Dice Leonora:
En el eterno retorno del carrusel,
hienas y caballos juegan
a ser dueños de tu destino.
Entiéndase por destino:
un traje de murciélagos
que alza vuelo mientras más coraje tengas.

Coda de 6
En la casa de los espejos, la noche tiene cara de hiena fértil.
Porque fértil es la noche, cuando se trata de un espíritu regio.

7
Huyen los caballos, huyen los pájaros, huyen los árboles.
Le arde el estómago y su estómago es el mundo.
Le aterra la esvástica tatuada en la frente de los zombis.
Zombi, Caín resucitado.
Vuelan trozos de periódicos, Leonora los arrojó
desde el techo de la Casa del Miedo.

8
Los parques son las sonrisas del mundo.
Detrás de toda sonrisa, sonríe con ternura
la muerte. Este parque de Leonora
es una fiesta mexicana
de calaveras.
Frida se muere de la envidia,
y resucita con dolor de espaldas.

9
En este parque también hay columpios.
Los columpios siempre han sido una excusa
de los niños para jugar a los amantes,
de los amantes para jugar a los niños.
Preguntar a Fragonard, que no es surrealista.

Coda de 9
Los columpios son pájaros.

10
Leonora mira hacia los toboganes, suspira
y una voz de hombre le dice al oído:
Una mujer sobre una cama no es lo mismo
que una mujer desnuda sobre una cama.
Una mujer desnuda sobre una cama,
florece.

Coda de 10
¿Quién fue su amor?
Su amor,
sus tres amores,
quizás su amor secreto,
el amor en general
la abraza, y ambos,
Leonora y el amor,
se convierten
en sombra de columpio
y emprenden el vuelo.
El amor no desiste,
es más terco que un pájaro carpintero.

11 y final
Lejana y rebelde, huraña y amada,
se retira la mujer poema
con su paraguas y su bestiario.
Nada quiso, nada quiere.
Su única elección: la dolorosa
alquimia de la soledad.
El mundo no vale la pena,
y este Parque Paraíso tampoco.
¿Perdón, qué cosa es el mundo?
dice Leonora y sigue,
dejando rastros de su espalda en mis ojos.

Troubles el domingo por la mañana en Coney Island

Carlos Zerpa



Rafael Martínez quería impresionar, abrazar y caerle a besos a esa morena. En realidad quería comérsela a besos, pero ella siempre le ponía frenos a Rafael y no dejaba que se acercara mucho… Por eso él ya había estructurado un plan maestro para realizarlo el próximo domingo en el Parque de Diversiones, en el Coney Island de Nueva York, porque quería cerrar con broche de oro esas vacaciones en la gran manzana.

Esa morena lo traía loco, era su vecina de enfrente, que paseándose, bailando y cantando delante de él esa canción de Willie Colón, con aquello de: “Por un beso que te dé nada en el mundo importará, en un instante entenderás completamente, que tu alma es mía para siempre y siempre, la vida entera yo he de esperar por tenerte en mis brazos…”, con unos diminutos pantaloncitos al estilo “hot pants”, con una camisita también corta que resaltaban ese par de cocos que se le explotaban en el pecho y que se divertía mirándolo de reojo mientras cantaba y bailaba.

Pues sí, era un hecho, Rafael había invitado a Carmencita al parque de diversiones el domingo y ella había aceptado feliz, muy feliz y hasta le dio un beso en la mejilla.

El domingo había llegado y este par de hispanos se encontraron perfumado y con ropas nuevas. Juntos se montaron en el metro para ir a Brooklyn, de hecho a ese lugar se llega en metro desde Manhattan cambiando una sola vez de línea de tren.

Entre cuentos de Puerto Rico de parte de ella y del Llano venezolano por parte de él, de lo bello que era el Viejo San Juan y los caimanes peligrosos del rio Apure, transcurrió el viaje entre risas y miradas que desnudaban.

Llegaron y caminaron primero hacia la playa. Metieron los pies en el agua pero hacía frío. Carmen no dejó que él le pasara el brazo sobre los hombros, así que se fueron al acuario a ver a los delfines y leones marinos, a mirar morsas, a ver aplaudir a las focas, el caminar de los pingüinos y a un pulpo gigante que habían llevado desde el Pacífico… Nada que ver, los delfines no se llamaban “Flipper”, ni eran los pingüinos de Madagascar, ni este pulpo era “Paul” el adivino del fútbol, pero él no se iba a poner a discutir con Carmen, pues lo que quería era meterse entre sus piernas, así que le dio base por bola y solo sonrió con los comentarios bastantes tontos.

Salieron del acuario y se metieron a ver el "freak-show" en el que desfilaban personajes estrambóticos como enanos, personas extremadamente grandes, mujeres barbudas, fakires tatuados y gente gorda de verdad.

Salieron del show, compraron un par de perros calientes con vasos gigantes de Coca cola y se fueron hacia las atracciones. Quizás la más popular era la montaña rusa que mantenía su estructura original de madera, pero ella no se quiso montar porque le daba miedo. Estaba la gran rueda de la fortuna, pero tampoco quiso porque temía que se quedara parada allá arriba y eso le daba vértigo. Los carritos chocones tampoco y el martillo mucho menos. Qué vaina, porque eran esos juegos en donde él hubiese podido meterle mano a esa portorra, y Rafael en los caballitos del tiovivo no se montaba ni amarrado, el carrusel no era cosa de hombres decía.

De pronto delante, de ellos encontraron una gran taza llena de luces que prendían y apagaban, una taza como de té pero gigante, adornada con imágenes de Alicia en el País de las Maravillas. Estaba el Conejo Blanco con su reloj, la Liebre de Marzo y el Sombrerero Loco, también la Reina de Corazones y el Gato ese loco con su gran sonrisa. De hecho, uno entraba a la “Gran Taza” por la boca abierta del gato.

Carmen entonces brincó de alegría, los ojitos verdes se le pusieron brillantes, agarró la mano de Rafael y dándole un beso en la mejilla dijo, etremos a esa taza. Y eso hicieron.

Al entrar se dieron cuenta que era como un gran cilindro, como si estuvieran dentro de una lata de habichuelas. Llegó un acomodador y los puso pegados a la pared con un arnés y cinturón de seguridad. Rafael estaba feliz y agarrado aún de la mano de Carmen solo pensaba que apenas comenzara lo que tenía que comenzar él la besaría.

Cerraron la puerta y se dieron cuenta que eran apenas unas doce personas las que estaban dentro de la taza, la cual comenzó a girar y girar cobrando fuerza y velocidad. La fuerza centrífuga les pegaba de la pared de tal manera que no se podían ni mover. Los anteojos salieron disparados de la cara de Rafael, apenas distinguía con la velocidad las formas delante de él. Un niño con síndrome de down gritaba y gritaba aterrado. Carmen, pegada al muro, parecía deformada, era tanta la velocidad imprimida que la náusea lo atormentaba, ese perrito caliente que se había comido quería ser vomitado y así fue, Rafael vomitó y el vómito se regó por su cara y el pelo de Carmen. Ella también vomitó y se llenó toda la cara y el pecho de vómito. Como si esto fuera poco, rápidamente fue retirado el piso; sí, el piso, la plataforma de abajo fue quitada y todos estaban pegados a las paredes del cilindro, que giró aún con mayor fuerza… Uno de los zapatos de Rafa voló por los aires y las dos zapatillas de Carmen también. Ella lloraba, maldecía y gritaba. Las mujeres gritaban, el niño con síndrome de down gritaba, los hombres gritaban, todos gritaban y decían groserías.

En un momento y poco a poco fue restituido el piso y la velocidad fue disminuyendo hasta quedar inmóvil la taza. Cada quien se quitó el arnés como pudo y comenzó a buscar sus zapatos y pertenencias en el piso.

Carmen y Rafael no hablaban entre sí, ella lloraba.

Salieron del parque cuando escucharon la noticia por los altoparlantes y se enteraron que no podían tomar el tren de regreso hacia Manhattan, pues una batalla de proporciones gigantescas había tenido lugar en los bajos fondos de la ciudad de Nueva York; de hecho, la ciudad estaba cinteada, los ejércitos de la noche con más de 100.000 pandilleros quintuplicaban a los efectivos de la policía. Supieron que a una pandilla llamada “Los Warriors”, luchando por su vida, huía de la policía y de las otras pandillas hacia el Coney Island.
La gente se escapaba del lugar en sus autos, otros se encerraban en las oficinas del parque. Las atracciones y las luces fueron apagadas.

Carmen y Rafael se sentaron en la orilla de la calzada llorando y destruidos. El olor a vómito que llevaban impregnados era insoportable. Estaban paralizados y atrapados sin saber qué hacer, cuando escucharon el sonido casi musical de unas botellas que sonaban entre sí, y que venía de un auto que se movía casi en cámara lenta hacia ellos. Un pandillero hacía un llamado en voz alta casi entonando una canción: "Warriors, come out and plaaaaay… Warriors, come out and plaaaaaaaaay...”

Parque de Atracciones Suicidas Hnos. Chang

Ricardo Cie



Habiendo acordado los procesos, necesidades y costos del proyecto, los hermanos Chang autorizaron el inicio. La búsqueda de emplazamiento tomó bastante tiempo, hasta que se determinó que la Selva Chiapaneca era un lugar discreto donde establecer este peculiar parque de atracciones, además de la simpática relación conceptual del mismo con las supuestas prácticas mayas de sacrificios humanos. Voluntarios, además.

En definitiva el proyecto se excedió en presupuesto por los gastos sindicales que provocó el período de pruebas, donde perecieron dos centenas y algo más de obreros que fueron necesarios para probar las atracciones. Aprovechamos la ocasión para mencionar que la mayoría de los decesos fueron también voluntarios. Y en todos los casos se aprobó una partida en moneda nacional de consolación para los familiares, además de un paquete de entrada vitalicia al parque con acceso a todas las atracciones.

El desarrollo habría sido engorroso en el terreno de la ingeniería y el diseño industrial si no hubiéramos contado con la presencia de Jhonn Anthony, “el gringo”, ex-ingeniero de mantenimiento de Disney que pudo indicarnos dónde eran desechadas las maquinarias defectuosas del mencionado parque, maquinarias donde se habían producido fatales accidentes y que en Florida eran inmediatamente removidas del complejo turístico. Como es bien sabido, lo que es bueno para unos no necesariamente lo es para otros y viceversa, así que en nuestro caso los aparatos eliminados eran piezas de probada eficacia para el concepto de nuestro centro recreativo.

En las 75 hectáreas contempladas se desarrolló el parque por etapas. La fase de construcción de la primera etapa duró 643 días, que pudieron ser 642 de no haber recibido la visita de los dueños, excelentísimos señores Chang, que querían ver los avances para su muy esperada inauguración privada y probaron la atracción principal con la adorada madre de sus esposas (que son hermanas).

La atracción más imponente, el centro del parque, era la “Montaña China Kullun”. 2.7 kilómetros de rieles recorridos por vagones de 12 puestos a 112 kilómetros por hora, que en el clímax de su recorrido, una enorme subida de 300 metros, daba vuelta en 360 grados al tiempo que abría todos los cinturones de seguridad reglamentarios para dejar caer a los visitantes en un inmenso horno en forma de montaña que elevaba una llamarada descomunal que alcanzada los 1370 grados centígrados. 3 minutos 42 segundos eran suficientes para reducir el cargamento del vagón a cenizas que luego eran recogidas y lanzadas respetuosamente a las aguas del mar.

La ventaja que ofrecía la Montaña China Kullun para los visitantes, además del espectáculo (que particularmente en las noches era sobrecogedor) estribaba en que los vagones regresaban rápidamente y vacíos ya, con los cinturones abiertos, lo que permitía una rotación de visitantes muy alta y una efectividad de flujo de usuarios que rozaba la perfección.

La segunda atracción en importancia era “El Balancín”, menos impecable en su ejecución que la montaña, sin embargo tenía el atractivo “verité” de la experiencia que permitía un espectáculo para observadores de alto impacto y muy diferente al de la elegante erupción de la montaña china Kullun.

“El Balancín” era, de hecho, el típico barco que oscila como martillo invertido en cualquier parque hasta casi dar vuelta completa. Esta funcionamiento básico no se diferenciaba en absoluto del que hemos visto desde hace muchos años en este tipo de atracciones. La diferencia radicaba en el momento en que el barco ó vagón llegaba a la posición más alta e invertido por tercera vez. En ese momento, inmensos sistemas hidráulicos levantaban a un lado del aparato una plataforma de 68 toneladas de concreto armado que quedaba perfectamente alineada en la trayectoría de bajada del barco-vagón. El barco bajaba, como siempre, con la enorme fuerza de la inercia más el impulso adicional de un par de turbinas que se activaban en ese momento lanzando con violencia al aparato hacia el concreto, en un literal martillazo sincronizado con la apertura calculada de todos los cinturones de seguridad (reglamentarios también). Probablemente sobra esta explicación, pero la totalidad de los usuarios de la atracción eran disparados hacia el concreto con una márgen de salvación de 0.7 %. Los que milagrosamente superaran vivos el martillazo o quienes en un arranque animal de preservación se colgaban de los hierros y no se estrellaban tenían un pase gratis de inmediato a volver a subir al balancín o, si lo preferían, rematar su visita en la montaña china, cuyo margen de error era cero.

Sería excesivo continuar detallando las atracciones. Tal vez vale la pena destacar “El túnel del Terror”, idéntico al de otros parques pero en lugar de sistemas para asustar en su interior, lleva a 14 ex-trabajadores de mataderos, que sobre los vagones, eliminarán a todos los usuarios como vacas, según el procedimiento tradicional anterior a la mecanización de tan necesaria labor. O los típicos puestos de tiro al blanco, donde el ticket da derecho no a disparar sino a colocarse en el centro de la diana y recibir una generosa ración de proyectiles 7.65

A la inauguración real no fueron los Hermanos Chang, pero estuvieron involucrados en todos los detalles ya que llenaron el parque por medio de invitaciones anónimas pero irrechazables con los 240 asociados, proveedores y clientes que en diferentes momentos y de diferentes maneras se habían negado a pagar deudas pendientes al consorcio. Sólo segundos antes del clímax de las atracciones se les notificaba vía altoparlantes que ese último segundo de vértigo y emoción era un generoso obsequio del consorcio Chang.

Y sí, también se permitía eventualmente la entrada al parque a genuinos suicidas que de la más diversas y secretas maneras, lograban enterarse de la existencia del parque y rogaban por entrar “aunque sea una sola vez”.

Roller coaster

Julieta Buitrago



La excitación de subirme por primera vez al Roller coaster hizo que mi corazón latiera rapidísimo y que me temblaran las piernas. Cerré los ojos, respiré profundo y me entregué a la dulce agonía de la ilusión de abismos.

Un seductor zumbido estimuló mis sentidos. Mil subidas y bajadas me dejaron sin orientación. La velocidad aceleró mi pulso, casi explotó mi corazón. El vértigo recorrió toda mi piel.

El más intenso clímax me dejó sin aliento.


No es de extrañarse que hoy en día, las montañas rusas y los juguetes sexuales, compartan el mismo nombre.



Mi niña bonita, preciosa

Linterna Roja

Alejandro Nafría. Mi Gala no mira al mar. (http://nafriafoto.jimdo.com/portafolio)

Una niña cualquiera se frota los pies mientras espera a su abuelo. Sentada en el sillón de la salita, piensa que por fin va a estrenar sus zapatos rojos; que por fin alguien se los compró y que, por eso, se siente tan contenta. La niña se frota un pie contra el otro, enfundados los dos en unos zapatitos rojos de piel vuelta. La niña está contenta además porque hoy su abuelo la llevará a subirse a las calesitas que en primavera montan en su barrio.

 El abuelo está en el baño, frente al espejo. Se está afeitando, se observa y acicala lento. Se limpia los restos de espuma que se le quedan por la cara, cerca de la barbilla. Se echa loción para después del afeitado, se pone la camisa y luego la llama desde allí.

 La niña se acerca y se apoya en el quicio de la puerta. La niña está bonita con ese vestido, preciosa piensa él. La niña está radiante: le gusta su aspecto y hoy su abuelo va a llevarla a montarse en las calesitas.

 En este momento, ambos van de la mano. Caminan por la calle cogidos de la mano, cruzan de acera y avanzan en línea recta hacia el parque. El abuelo huele a colonia de hombre. La niña anda con cuidado para no mancharse sus zapatos nuevos con el alberito que hay en el suelo. El abuelo le acaricia el pelo mientras caminan porque la quiere.

La niña canta en voz alta. La niña canta canciones que los mayores le enseñaron y no son mucho de niña pero aún así las canta a grito pelado. El abuelo sonríe y no le pide que se calle. En cambio, le aprieta fuerte la mano para que no se pierda y le pregunta si es la primera vez que va a subirse a las calesitas. Ella le contesta que sí, que es su primera vez pero que ya las ha visto por la ventana del autobús un día y que le parecieron chulísimas.

 La niña tiene seis años; el abuelo setenta.

 Los dos van en línea recta hasta llegar al parque, cogidos de la mano. El parque  les llega pronto y de frente: tiene luz y música de fondo. Las calesitas son de hierro amarillo y dos de ellas  son muy altas. Muy, muy altas se preocupan.

 La niña prueba tres pero disfruta solo una, la más segura. Aun así siempre sonríe; aun así, sigue emocionada y saluda a su abuelo desde abajo.

La niña siente que la altura es demasiado alta, siente el vacío bajo sus pies. La niña descubre que siente miedo a las alturas en movimiento. Años después sabrá que esa fobia se desarrolló por herencia genética. A la niña le tiemblan las piernas y siente miedo por primera vez. La niña pierde en la última atracción uno de sus zapatos rojos. Su abuelo la saluda desde abajo.

 El abuelo la recoge en volandas, la monta en el cuello y la lleva así hasta la puerta de casa, luego la baja. El abuelo le pregunta si lo pasó bien y la niña sigue radiante para él. El abuelo aún huele a colonia de hombre cuando ya están a salvo en casa. El abuelo descansa en paz porque no se perdieron y será una de las últimas veces que no se pierdan.

 Después de esa primera, la niña vuelve a las calesitas cada vez que vuelve a Sevilla. Irá acompañada de su abuelo y jamás le reconocerá que siente miedo aunque lo siente. La niña irá unas cinco veces más a las calesitas y luego se hará mayor.

 Antes de crecer del todo, su abuelo morirá.

 El abuelo sufre desde hace tiempo las primeras fases de una enfermedad llamada Alzheimer de la que aún poco se sabe, de la que nada se sabe. El abuelo comenzará a perderse, a no saber donde se encuentra; el abuelo comenzará a olvidar de a poco y a veces, bruscamente, no sabrá de pronto el lugar donde se encuentra, ni sabrá quién es.

 El abuelo perderá la memoria de forma enfermiza; ella irá forjando la suya propia a base de recuerdos construidos. La mayoría de esos recuerdos serán hermosos a pesar de las circunstancias. Nunca olvidará nada, nunca querrá olvidarse de nada por malo que sea y lo acaudalará en su inmensa memoria.

 La niña desconoce el futuro de su abuelo. La niña desconoce su presente hoy. La niña es todavía una niña y finge haberse divertido para dar placer. El abuelo, en estados de lucidez, la querrá mucho. La niña lo recordará siempre y alguien le contará, unos años después, que su abuelo se cayó por el balcón.

Tiempo después, la niña sabrá que su abuelo no se cayó por el balcón y nunca recuperará su pequeño zapato rojo. La niña a los veinte años se comprará unos zapatos rojos de tacón que le quedarán pequeños pero, aún así, se los pondrá un par de veces, incluso para follar. Luego, los abandonará en una caja. No volverá a montarse en las calesitas, nunca nadie volverá a llamarlas ca-le-si-tas nunca más; ni mi niña bonita preciosa, si no es para burlarse.

Las montañas rusas del viejo U.

José Urriola C.


No he conocido jamás a persona más fácilmente enojable que mi padre. El enfado para papá era algo cotidiano, el mínimo con el que se mantenía bien lubricado el motor de su día a día. Sin embargo, es justo aclararlo, lo suyo no era una tendencia a la amargura ni a la furia -ni lejanamente- más bien era como el rugido apagado de un león que no entiende ni le interesan otras formas de interacción con el mundo, o acaso el ronroneo de un gato que te exige (a veces por las malas) que le sigas haciendo cariño. Creo haber visto al Vegetal realmente iracundo una o dos veces en la vida –jamás en contra de alguno de nosotros-, estoy seguro de que su estrategia de mantenerse gruñendo con constancia le funcionaba a la perfección y  le permitía ir soltando el mal rollo en cómodas cuotas, como un silbido sabroso que se escapa dosificadamente por la válvula de una olla de presión.

El viejo no fue nunca de esos padres que juegan al fútbol con sus cachorros o los llevan de excursión; prefería cosas más calmadas como llevarlos al cine, leerles antes de dormir, pasear hasta el mercado (sí, ir al súper era un plan), ponerle nombres raros a todo lo que se cruzara, inventar canciones y poemas, comer un helado (deporte de alto riesgo para el diabético que siempre fue), ir al parque para lanzarse sobre un banco a hojear un libro o mirar las nubes. Pero esta es la historia, precisamente, de dos eventos extraordinarios donde el Vegetal sufrió una especie de desdoblamiento, se separó 2 centímetros de sí mismo, jugó al fútbol y me llevó a un parque de atracciones.

El primero de los episodios ocurriría una tarde cuando, metido yo hasta los tuétanos en un duelo personal contra la pared (que me servía los centros al área) y el guayabo (el enorme arquero que con sus brazos extendidos me tapaba la arquería) me las arreglaba para jugar un mundial de fútbol donde me tocaba solitariamente representar a todos los países y jugar todas las rondas eliminatorias hasta llegar a la final (a la que siempre llegaban Alemania o Argentina contra Brasil, pero donde Brasil jamás ganó ni una sola copa). En medio de las semifinales me percaté de que tenía público, mi padre –vestido de shorts verdes, medias grises hasta la mitad de la canilla y pantuflas- me miraba desde el fondo del jardín. Era evidente que el Vegetal tenía rato espiándome. Me pidió la pelota y me dijo: vamos a jugar a los penales, yo chuto y tú arqueas.  Y yo pensé: pobre viejo, no tiene idea de lo que es una pelota, vamos a complacerlo para que no se sienta mal, voy a dejarlo incluso que me meta un gol de túnel para que no se vaya desmoralizado, además… con esas medias y esas pantuflas. Pero el tipo ha cobrado entonces cuatro penaltis (sí, con pantuflas), cuatro penales de ensueño, y yo a los cuatro me lancé de cabeza pero jamás pude atajar uno solo de sus chutes.  Ni los rocé. Todos sus pantuflazos fueron milimétricamente encajados en las esquinas y mi confusión fue creciendo en una medida directamente proporcional a la sonrisa de mi padre. Cuatro golazos y fin de la partida. Se fue el Vegetal pantufleando sobre la hierba, recogió su libro y sus lentes que había dejado sobre el quicio de la ventana y se metió en casa.  El único juego de fútbol que compartí con papá lo perdí por goleada.

Alguno años más tarde, yo tendría unos 10 en ese entonces, mi viejo me preguntó si lo quería acompañar al mercado. A mí lo de ir a hacer la compra me daba bastante igual, pero lo que sí disfrutaba un montón era de la caminata, los nombres que les teníamos a los árboles, a las piedras, al señor del kiosco, a la vecina que tenía un blindado peinado rubio (“Casco de Oro”), a la lagartija que siempre se nos atravesaba enfrente de la iglesia. Nos fuimos a pie al mercado y el Vegetal en un punto, ya casi llegando a destino, decidió dar un golpe de timón: “mejor vamos al otro, al que queda en La Trinidad, tomemos el autobús”. Y cuando llegamos al hoy extinto supermercado Sorocaima de La Trinidad me di cuenta de dos cosas: que había un parque de atracciones recién levantado justo al lado del Sorocaima y que el Vegetal lo sabía (siempre lo había sabido, no tenía la más mínima intención de comprar queso y jabón lavaplatos, quería que lo acompañara a conocer el parque).

La montaña rusa no pintaba para nada segura, estaba armada con metales oxidados y chirriaba como si se fuera a venir abajo de un momento a otro. El parque de atracciones, en general, producía esa mescolanza de sensaciones que se compone de miedo con vergüenza. Pero, una vez más, me pareció de mal gusto decirle al Vegetal la misma famosa frase que más tarde aprendería de Bartleby, el escribiente: “Preferiría no hacerlo”. Hay momentos, lo sabemos aunque tengamos 8 años, en los que tenemos que asumirnos como padres protectores de nuestros propios padres.

Me subí a aquel aparato nefasto, no una vez, sino cuatro. Las cuatro veces (como los cuatro penales en pantuflas) que el vegetal quiso. Recuerdo la vista del techo del supermercado desde las alturas, recuerdo también que no disfruté del viaje ni de subida ni de bajada ni en ningún sector del recorrido. Recuerdo, sobre todo, el vértigo y el mareo. Pero aún así puse cara de palo, domestiqué el temblor de piernas y asumí como naturales los nudos en la garganta y la boca del estómago. Lo hice por no decepcionar al Vegetal, quien se gozaba el viaje con la misma tranquilidad y la misma sonrisa calma con la que me había metido los cuatro penaltis.

Al finalizar el cuarto viaje le dije a papá que tenía ganas enormes de orinar, que me esperara junto a la venta de algodón de azúcar (a pesar de estar consciente de que, si llegaba a comerse uno, iba a ser mucho más peligroso que la montaña rusa). Me fui al baño a la carrera y vomité como un poseso. Como Linda Blair en El Exorcista.  Vomité hasta que la arcada vino vacía. Me mojé la cara con agua fría, ensayé frente al espejo mi cara de “no pasa nada, qué bueno que estuvo el parque” y me fui a encontrarme con papá quien, por supuesto, tenía un algodón de azúcar morado en su mano derecha (para él) y en la izquierda uno azul (para mí).

De regreso, ya en el autobús, batallando con la náusea y con el algodón de azúcar que me llenaba la cara hasta el pelo, el viejo me puso una mano en la rodilla y dijo una única palabra: “Gracias”.

No agregó nada más. Yo tampoco. Ambos sabíamos muy bien por qué.