Las montañas rusas del viejo U.

José Urriola C.


No he conocido jamás a persona más fácilmente enojable que mi padre. El enfado para papá era algo cotidiano, el mínimo con el que se mantenía bien lubricado el motor de su día a día. Sin embargo, es justo aclararlo, lo suyo no era una tendencia a la amargura ni a la furia -ni lejanamente- más bien era como el rugido apagado de un león que no entiende ni le interesan otras formas de interacción con el mundo, o acaso el ronroneo de un gato que te exige (a veces por las malas) que le sigas haciendo cariño. Creo haber visto al Vegetal realmente iracundo una o dos veces en la vida –jamás en contra de alguno de nosotros-, estoy seguro de que su estrategia de mantenerse gruñendo con constancia le funcionaba a la perfección y  le permitía ir soltando el mal rollo en cómodas cuotas, como un silbido sabroso que se escapa dosificadamente por la válvula de una olla de presión.

El viejo no fue nunca de esos padres que juegan al fútbol con sus cachorros o los llevan de excursión; prefería cosas más calmadas como llevarlos al cine, leerles antes de dormir, pasear hasta el mercado (sí, ir al súper era un plan), ponerle nombres raros a todo lo que se cruzara, inventar canciones y poemas, comer un helado (deporte de alto riesgo para el diabético que siempre fue), ir al parque para lanzarse sobre un banco a hojear un libro o mirar las nubes. Pero esta es la historia, precisamente, de dos eventos extraordinarios donde el Vegetal sufrió una especie de desdoblamiento, se separó 2 centímetros de sí mismo, jugó al fútbol y me llevó a un parque de atracciones.

El primero de los episodios ocurriría una tarde cuando, metido yo hasta los tuétanos en un duelo personal contra la pared (que me servía los centros al área) y el guayabo (el enorme arquero que con sus brazos extendidos me tapaba la arquería) me las arreglaba para jugar un mundial de fútbol donde me tocaba solitariamente representar a todos los países y jugar todas las rondas eliminatorias hasta llegar a la final (a la que siempre llegaban Alemania o Argentina contra Brasil, pero donde Brasil jamás ganó ni una sola copa). En medio de las semifinales me percaté de que tenía público, mi padre –vestido de shorts verdes, medias grises hasta la mitad de la canilla y pantuflas- me miraba desde el fondo del jardín. Era evidente que el Vegetal tenía rato espiándome. Me pidió la pelota y me dijo: vamos a jugar a los penales, yo chuto y tú arqueas.  Y yo pensé: pobre viejo, no tiene idea de lo que es una pelota, vamos a complacerlo para que no se sienta mal, voy a dejarlo incluso que me meta un gol de túnel para que no se vaya desmoralizado, además… con esas medias y esas pantuflas. Pero el tipo ha cobrado entonces cuatro penaltis (sí, con pantuflas), cuatro penales de ensueño, y yo a los cuatro me lancé de cabeza pero jamás pude atajar uno solo de sus chutes.  Ni los rocé. Todos sus pantuflazos fueron milimétricamente encajados en las esquinas y mi confusión fue creciendo en una medida directamente proporcional a la sonrisa de mi padre. Cuatro golazos y fin de la partida. Se fue el Vegetal pantufleando sobre la hierba, recogió su libro y sus lentes que había dejado sobre el quicio de la ventana y se metió en casa.  El único juego de fútbol que compartí con papá lo perdí por goleada.

Alguno años más tarde, yo tendría unos 10 en ese entonces, mi viejo me preguntó si lo quería acompañar al mercado. A mí lo de ir a hacer la compra me daba bastante igual, pero lo que sí disfrutaba un montón era de la caminata, los nombres que les teníamos a los árboles, a las piedras, al señor del kiosco, a la vecina que tenía un blindado peinado rubio (“Casco de Oro”), a la lagartija que siempre se nos atravesaba enfrente de la iglesia. Nos fuimos a pie al mercado y el Vegetal en un punto, ya casi llegando a destino, decidió dar un golpe de timón: “mejor vamos al otro, al que queda en La Trinidad, tomemos el autobús”. Y cuando llegamos al hoy extinto supermercado Sorocaima de La Trinidad me di cuenta de dos cosas: que había un parque de atracciones recién levantado justo al lado del Sorocaima y que el Vegetal lo sabía (siempre lo había sabido, no tenía la más mínima intención de comprar queso y jabón lavaplatos, quería que lo acompañara a conocer el parque).

La montaña rusa no pintaba para nada segura, estaba armada con metales oxidados y chirriaba como si se fuera a venir abajo de un momento a otro. El parque de atracciones, en general, producía esa mescolanza de sensaciones que se compone de miedo con vergüenza. Pero, una vez más, me pareció de mal gusto decirle al Vegetal la misma famosa frase que más tarde aprendería de Bartleby, el escribiente: “Preferiría no hacerlo”. Hay momentos, lo sabemos aunque tengamos 8 años, en los que tenemos que asumirnos como padres protectores de nuestros propios padres.

Me subí a aquel aparato nefasto, no una vez, sino cuatro. Las cuatro veces (como los cuatro penales en pantuflas) que el vegetal quiso. Recuerdo la vista del techo del supermercado desde las alturas, recuerdo también que no disfruté del viaje ni de subida ni de bajada ni en ningún sector del recorrido. Recuerdo, sobre todo, el vértigo y el mareo. Pero aún así puse cara de palo, domestiqué el temblor de piernas y asumí como naturales los nudos en la garganta y la boca del estómago. Lo hice por no decepcionar al Vegetal, quien se gozaba el viaje con la misma tranquilidad y la misma sonrisa calma con la que me había metido los cuatro penaltis.

Al finalizar el cuarto viaje le dije a papá que tenía ganas enormes de orinar, que me esperara junto a la venta de algodón de azúcar (a pesar de estar consciente de que, si llegaba a comerse uno, iba a ser mucho más peligroso que la montaña rusa). Me fui al baño a la carrera y vomité como un poseso. Como Linda Blair en El Exorcista.  Vomité hasta que la arcada vino vacía. Me mojé la cara con agua fría, ensayé frente al espejo mi cara de “no pasa nada, qué bueno que estuvo el parque” y me fui a encontrarme con papá quien, por supuesto, tenía un algodón de azúcar morado en su mano derecha (para él) y en la izquierda uno azul (para mí).

De regreso, ya en el autobús, batallando con la náusea y con el algodón de azúcar que me llenaba la cara hasta el pelo, el viejo me puso una mano en la rodilla y dijo una única palabra: “Gracias”.

No agregó nada más. Yo tampoco. Ambos sabíamos muy bien por qué.

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