Mi niña bonita, preciosa

Linterna Roja

Alejandro Nafría. Mi Gala no mira al mar. (http://nafriafoto.jimdo.com/portafolio)

Una niña cualquiera se frota los pies mientras espera a su abuelo. Sentada en el sillón de la salita, piensa que por fin va a estrenar sus zapatos rojos; que por fin alguien se los compró y que, por eso, se siente tan contenta. La niña se frota un pie contra el otro, enfundados los dos en unos zapatitos rojos de piel vuelta. La niña está contenta además porque hoy su abuelo la llevará a subirse a las calesitas que en primavera montan en su barrio.

 El abuelo está en el baño, frente al espejo. Se está afeitando, se observa y acicala lento. Se limpia los restos de espuma que se le quedan por la cara, cerca de la barbilla. Se echa loción para después del afeitado, se pone la camisa y luego la llama desde allí.

 La niña se acerca y se apoya en el quicio de la puerta. La niña está bonita con ese vestido, preciosa piensa él. La niña está radiante: le gusta su aspecto y hoy su abuelo va a llevarla a montarse en las calesitas.

 En este momento, ambos van de la mano. Caminan por la calle cogidos de la mano, cruzan de acera y avanzan en línea recta hacia el parque. El abuelo huele a colonia de hombre. La niña anda con cuidado para no mancharse sus zapatos nuevos con el alberito que hay en el suelo. El abuelo le acaricia el pelo mientras caminan porque la quiere.

La niña canta en voz alta. La niña canta canciones que los mayores le enseñaron y no son mucho de niña pero aún así las canta a grito pelado. El abuelo sonríe y no le pide que se calle. En cambio, le aprieta fuerte la mano para que no se pierda y le pregunta si es la primera vez que va a subirse a las calesitas. Ella le contesta que sí, que es su primera vez pero que ya las ha visto por la ventana del autobús un día y que le parecieron chulísimas.

 La niña tiene seis años; el abuelo setenta.

 Los dos van en línea recta hasta llegar al parque, cogidos de la mano. El parque  les llega pronto y de frente: tiene luz y música de fondo. Las calesitas son de hierro amarillo y dos de ellas  son muy altas. Muy, muy altas se preocupan.

 La niña prueba tres pero disfruta solo una, la más segura. Aun así siempre sonríe; aun así, sigue emocionada y saluda a su abuelo desde abajo.

La niña siente que la altura es demasiado alta, siente el vacío bajo sus pies. La niña descubre que siente miedo a las alturas en movimiento. Años después sabrá que esa fobia se desarrolló por herencia genética. A la niña le tiemblan las piernas y siente miedo por primera vez. La niña pierde en la última atracción uno de sus zapatos rojos. Su abuelo la saluda desde abajo.

 El abuelo la recoge en volandas, la monta en el cuello y la lleva así hasta la puerta de casa, luego la baja. El abuelo le pregunta si lo pasó bien y la niña sigue radiante para él. El abuelo aún huele a colonia de hombre cuando ya están a salvo en casa. El abuelo descansa en paz porque no se perdieron y será una de las últimas veces que no se pierdan.

 Después de esa primera, la niña vuelve a las calesitas cada vez que vuelve a Sevilla. Irá acompañada de su abuelo y jamás le reconocerá que siente miedo aunque lo siente. La niña irá unas cinco veces más a las calesitas y luego se hará mayor.

 Antes de crecer del todo, su abuelo morirá.

 El abuelo sufre desde hace tiempo las primeras fases de una enfermedad llamada Alzheimer de la que aún poco se sabe, de la que nada se sabe. El abuelo comenzará a perderse, a no saber donde se encuentra; el abuelo comenzará a olvidar de a poco y a veces, bruscamente, no sabrá de pronto el lugar donde se encuentra, ni sabrá quién es.

 El abuelo perderá la memoria de forma enfermiza; ella irá forjando la suya propia a base de recuerdos construidos. La mayoría de esos recuerdos serán hermosos a pesar de las circunstancias. Nunca olvidará nada, nunca querrá olvidarse de nada por malo que sea y lo acaudalará en su inmensa memoria.

 La niña desconoce el futuro de su abuelo. La niña desconoce su presente hoy. La niña es todavía una niña y finge haberse divertido para dar placer. El abuelo, en estados de lucidez, la querrá mucho. La niña lo recordará siempre y alguien le contará, unos años después, que su abuelo se cayó por el balcón.

Tiempo después, la niña sabrá que su abuelo no se cayó por el balcón y nunca recuperará su pequeño zapato rojo. La niña a los veinte años se comprará unos zapatos rojos de tacón que le quedarán pequeños pero, aún así, se los pondrá un par de veces, incluso para follar. Luego, los abandonará en una caja. No volverá a montarse en las calesitas, nunca nadie volverá a llamarlas ca-le-si-tas nunca más; ni mi niña bonita preciosa, si no es para burlarse.

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