Parque Santa Rosa

Sergio Márquez





A Teotiste


Parque Santa Rosa era un contenedor meta-psico-temático, tanto como podrían serlo el Rito Escocés Antiguo y Aceptado o el compendio de las taxonomías humboldtianas. Un Atlas de mecanismos para el regocijo, compuesto en principio y desde el final (este parque se recorría siempre, desconozco la razón, partiendo de su fondo en progresión hacia su acceso) por una noria hemodinámica hecha de cajas de madera endeble, pirograbadas con racimos de uvas blancas, desplazada ésta por poleas y mecates encebados; al fondo y al centro, frente a un peralte de megaforbias —sombrío remanso vespertino de los onanistas— se erguía el delgado totem esmeralda adornado de testículos, presidiendo el patio seco de los ahorcamientos, cruzado su aire por una matriz de cables metálicos, las líneas de sus sombras temblando en el polvo de su no-enlosado.

Los bordes periféricos de este parque ritual eran entoldamientos de espesura ordenados sin solución de continuidad, con alguna escalera de aluminio de la cual colgarse proyectándose horizontalmente aquí o allá a partir de la cerrazón. Un nudoso y oscuro axis-mundi de tiernos cogollos helicoidales y silletas voladoras, compuestas ingeniosamente por un manjar de trementina, marcaba el centro numinoso del parque metafísico, extendiendo sus rugosos brazos motorizados casi hasta rozar el perímetro (cosa esta prohibida) de lo frondoso; la sucesión de sus remos arborescentes semejaba una bruñida escalera de caracol en ascenso hacia la bulbosa y verde nada.

Una retícula geomántica se desplegaba en torno al eje y a partir de él, invocando lo ignoto; forzando los desplazamientos hacia los travesaños tuberosos, donde cada tarde a la misma hora ardía un ejército de soldados de plomo entre racimos y llamas de solvente. Librado el vértigo del centro, a la derecha y tras cortinajes de un caucho caleidoscópico, yacía el teatro de las cajas, con su cobertizo de escamas y un secreto bajo cada tapa (bambalinas cromadas de voces femeninas, ristras de cometas extintos y cajas de música preservadas en cuerno de ciervo susurraban allí su anual encierro).

Antes de cruzar el portal, podía visitarse el coliseo de los escarabajos, donde los acorazados combatían entre sí mientras transportaban titánicos planetoides de estiércol. Un caduceo astringente y cítrico (al estilo de un Tesla Coil que escupe gusanos hediondos y radiactivos) inauguraba el final del recorrido en camino hacia el comienzo.

A la izquierda un laboratorio alquímico, que guarda las herramientas de la Gran Obra y una piedra sutil donde esmerilar, entre chispas, a niños, salamandras y coronas; a la derecha el hipódromo centrífugo exclusivo de los sábados, con su giroscopio de kilovatios tejido a mano en fibras de humo de tabaco, adobe y humedad.

En el centro, el enorme tobogán de concreto armado y sus torrenteras para las exhibiciones del agua y el granizo, todo chorreante en dirección al profundo albañal y su eco pelágico.

Marcando la entrada -envidia de Salomón- lado a lado, el árbol de jazmín fantasmagórico que ya no existe pero está allí (espanta), con su aroma-aliento de lobo centinela, y el árbol de floración flamígera que calcina los inviernos; el primero guardando la rueca de la celosía y el segundo la pila de las abluciones.

Así, como lo describo (o al menos como lo recuerdo) llegó a ser alguna vez el Parque Santa Rosa. Afuera, la fábrica de tejas y la usina de cacao. Adentro, el coto de verdinegros rincones y la cinemática de sus híbridos artefactos.

Allí crecí, rodeado siempre por el asombro. Avenida Principal de Santa Rosa, Casa nº 56, teléfono 574-00-85. Así fue, alguna vez y para siempre, el corral trasero del caserón de mi abuela, es decir, de la casa a donde fui llevado inmediatamente después de nacer, quiero decir, de la casa donde nací.

1 comentario:

  1. Brother Serge,
    Mis respetos. Qué belleza. Va un gran abrazo y gracias por este texto.

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