Parque Caracas

Carla Duarte



Caracas está tan vuelta nada que ya ni un parque de atracciones decente hay. Acá está prohibido divertirse, reírse y ser feliz. 

Es inmoral e ilegal. Un crimen castigado con pena de muerte a manos del hampa común o con vivir aquí en cadena perpetua, sin luz y sin agua.

En aquel entonces sí se podía. Recuerdo mi cabeza saliendo por la ventana del Maverick que fue primero azul y luego verde.

Me gustaba tragar aire, sentir el viento despelucándome las ideas en la Libertador y el olor indescriptible de la “Branca no brinca y si brinca no es Branca”. Eran los 70 y mis manitos se perdían en las manos protectoras de mi papá y mi mamá, cuando me llevaban agarrada durísimo mientras entrábamos a Chicolandia o al Parque de El Conde.

Ella no tenía ni idea de la clase de lección de vida que me enseñaba cuando sonreía de par en par con la boca y con la cara, aunque se sintiera asustada o triste por algo, quizás porque en aquel entonces no teníamos mucho real. Se ponía en cuclillas y me susurraba al oído: “No tengas miedo, polillita, esto es la vida. El mundo es tuyo”. ¿O sí la tenía?

Él tampoco. Sus ojos inmensos de aceitunas griegas con pestañas patas de arañas, que me regaló, que heredó mi hija y que probablemente tendrían mis nietos (si yo no hubiese decidido ahorcarme), estaban tan abiertos como los míos. A punto de dejar sus órbitas y explotar. En algún momento, no sé cómo, nos atrevíamos, nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas y cruzábamos la entrada.

Eran dos niños criando a una niña. Quizás por eso les gustaba tanto como a mí jugar a volar, morirnos de miedo abrazados en la casa del terror, dar vueltas y vueltas en una noria infinita con luces intermitentes de neón, subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar en espiral hasta que el corazón y las tripas se nos escapaban por la boca y la adrenalina nos llevaba a la estratosfera, después de quedar al revés en un pulpo gigante o en la falda de una bailarina borracha de la que los tres nos bajábamos haciendo ochos sobre carcajadas.

3 x 8 = 24 + 4 =28. Mi hermano, el intruso, nació. El tiempo pasó. Todo cambió en mi mundo feliz con olor a cotufas y algodones de azúcar, con sabor a Colita y perro caliente, con música de organillo saliendo a todo volumen por los altavoces, acallando a un león que rugía satisfecho cuando lo alimentaban de basura, para luego tomarme una foto (que ahora se amarilla en una caja apolillada como mis recuerdos), en la que estoy sobre las rodillas de un payaso de madera pintada, que está sentado en un banco que ya no está, en la Rómulo Gallegos, cerca de la Zulia, o en la Bolívar, mientras frente a nuestros ojos se levantaban titánicos y cargados de buenos presagios de ciencia ficción que no se cumplieron: Anauco, Caroata, Catuche, Mohedano, Tacagua, Tajamar y San Martín.

En una ciudad que creció conmigo y que como yo, ya no es la misma, como ya yo no soy. Las dos perdimos la inocencia, el ímpetu y la fe. 

Nos dejamos vencer. Primero, las cosas las hacíamos desde los sueños, la esperanza, y la alegría. Después las hicimos desde el odio, el ego, la envidia, el resentimiento y el pánico. Hasta que no las hicimos más.
Se nos quitaron las ganas de seguir.

¿Dónde nos perdimos? ¿Cuándo dejó de ser divertido?

Creo que fue cuando a Caracas y a mí nos cayó la polilla Mothra que nos corroyó, destruyendo la materia en la cual anidó hasta acabarnos y todo se volvió abulia, impasibilidad de ánimo, desidia, inercia.

Caracas decidió morirse antes de seguir suspendida en la impotencia y la rabia, y yo con ella. Es preferible no vivir a hacerlo con miedo.

Nos quitamos la vida echándonos un lazo al cuello y colgándonos desde el Pico Oriental. “Es mejor así. Es mejor”.

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