Troubles el domingo por la mañana en Coney Island

Carlos Zerpa



Rafael Martínez quería impresionar, abrazar y caerle a besos a esa morena. En realidad quería comérsela a besos, pero ella siempre le ponía frenos a Rafael y no dejaba que se acercara mucho… Por eso él ya había estructurado un plan maestro para realizarlo el próximo domingo en el Parque de Diversiones, en el Coney Island de Nueva York, porque quería cerrar con broche de oro esas vacaciones en la gran manzana.

Esa morena lo traía loco, era su vecina de enfrente, que paseándose, bailando y cantando delante de él esa canción de Willie Colón, con aquello de: “Por un beso que te dé nada en el mundo importará, en un instante entenderás completamente, que tu alma es mía para siempre y siempre, la vida entera yo he de esperar por tenerte en mis brazos…”, con unos diminutos pantaloncitos al estilo “hot pants”, con una camisita también corta que resaltaban ese par de cocos que se le explotaban en el pecho y que se divertía mirándolo de reojo mientras cantaba y bailaba.

Pues sí, era un hecho, Rafael había invitado a Carmencita al parque de diversiones el domingo y ella había aceptado feliz, muy feliz y hasta le dio un beso en la mejilla.

El domingo había llegado y este par de hispanos se encontraron perfumado y con ropas nuevas. Juntos se montaron en el metro para ir a Brooklyn, de hecho a ese lugar se llega en metro desde Manhattan cambiando una sola vez de línea de tren.

Entre cuentos de Puerto Rico de parte de ella y del Llano venezolano por parte de él, de lo bello que era el Viejo San Juan y los caimanes peligrosos del rio Apure, transcurrió el viaje entre risas y miradas que desnudaban.

Llegaron y caminaron primero hacia la playa. Metieron los pies en el agua pero hacía frío. Carmen no dejó que él le pasara el brazo sobre los hombros, así que se fueron al acuario a ver a los delfines y leones marinos, a mirar morsas, a ver aplaudir a las focas, el caminar de los pingüinos y a un pulpo gigante que habían llevado desde el Pacífico… Nada que ver, los delfines no se llamaban “Flipper”, ni eran los pingüinos de Madagascar, ni este pulpo era “Paul” el adivino del fútbol, pero él no se iba a poner a discutir con Carmen, pues lo que quería era meterse entre sus piernas, así que le dio base por bola y solo sonrió con los comentarios bastantes tontos.

Salieron del acuario y se metieron a ver el "freak-show" en el que desfilaban personajes estrambóticos como enanos, personas extremadamente grandes, mujeres barbudas, fakires tatuados y gente gorda de verdad.

Salieron del show, compraron un par de perros calientes con vasos gigantes de Coca cola y se fueron hacia las atracciones. Quizás la más popular era la montaña rusa que mantenía su estructura original de madera, pero ella no se quiso montar porque le daba miedo. Estaba la gran rueda de la fortuna, pero tampoco quiso porque temía que se quedara parada allá arriba y eso le daba vértigo. Los carritos chocones tampoco y el martillo mucho menos. Qué vaina, porque eran esos juegos en donde él hubiese podido meterle mano a esa portorra, y Rafael en los caballitos del tiovivo no se montaba ni amarrado, el carrusel no era cosa de hombres decía.

De pronto delante, de ellos encontraron una gran taza llena de luces que prendían y apagaban, una taza como de té pero gigante, adornada con imágenes de Alicia en el País de las Maravillas. Estaba el Conejo Blanco con su reloj, la Liebre de Marzo y el Sombrerero Loco, también la Reina de Corazones y el Gato ese loco con su gran sonrisa. De hecho, uno entraba a la “Gran Taza” por la boca abierta del gato.

Carmen entonces brincó de alegría, los ojitos verdes se le pusieron brillantes, agarró la mano de Rafael y dándole un beso en la mejilla dijo, etremos a esa taza. Y eso hicieron.

Al entrar se dieron cuenta que era como un gran cilindro, como si estuvieran dentro de una lata de habichuelas. Llegó un acomodador y los puso pegados a la pared con un arnés y cinturón de seguridad. Rafael estaba feliz y agarrado aún de la mano de Carmen solo pensaba que apenas comenzara lo que tenía que comenzar él la besaría.

Cerraron la puerta y se dieron cuenta que eran apenas unas doce personas las que estaban dentro de la taza, la cual comenzó a girar y girar cobrando fuerza y velocidad. La fuerza centrífuga les pegaba de la pared de tal manera que no se podían ni mover. Los anteojos salieron disparados de la cara de Rafael, apenas distinguía con la velocidad las formas delante de él. Un niño con síndrome de down gritaba y gritaba aterrado. Carmen, pegada al muro, parecía deformada, era tanta la velocidad imprimida que la náusea lo atormentaba, ese perrito caliente que se había comido quería ser vomitado y así fue, Rafael vomitó y el vómito se regó por su cara y el pelo de Carmen. Ella también vomitó y se llenó toda la cara y el pecho de vómito. Como si esto fuera poco, rápidamente fue retirado el piso; sí, el piso, la plataforma de abajo fue quitada y todos estaban pegados a las paredes del cilindro, que giró aún con mayor fuerza… Uno de los zapatos de Rafa voló por los aires y las dos zapatillas de Carmen también. Ella lloraba, maldecía y gritaba. Las mujeres gritaban, el niño con síndrome de down gritaba, los hombres gritaban, todos gritaban y decían groserías.

En un momento y poco a poco fue restituido el piso y la velocidad fue disminuyendo hasta quedar inmóvil la taza. Cada quien se quitó el arnés como pudo y comenzó a buscar sus zapatos y pertenencias en el piso.

Carmen y Rafael no hablaban entre sí, ella lloraba.

Salieron del parque cuando escucharon la noticia por los altoparlantes y se enteraron que no podían tomar el tren de regreso hacia Manhattan, pues una batalla de proporciones gigantescas había tenido lugar en los bajos fondos de la ciudad de Nueva York; de hecho, la ciudad estaba cinteada, los ejércitos de la noche con más de 100.000 pandilleros quintuplicaban a los efectivos de la policía. Supieron que a una pandilla llamada “Los Warriors”, luchando por su vida, huía de la policía y de las otras pandillas hacia el Coney Island.
La gente se escapaba del lugar en sus autos, otros se encerraban en las oficinas del parque. Las atracciones y las luces fueron apagadas.

Carmen y Rafael se sentaron en la orilla de la calzada llorando y destruidos. El olor a vómito que llevaban impregnados era insoportable. Estaban paralizados y atrapados sin saber qué hacer, cuando escucharon el sonido casi musical de unas botellas que sonaban entre sí, y que venía de un auto que se movía casi en cámara lenta hacia ellos. Un pandillero hacía un llamado en voz alta casi entonando una canción: "Warriors, come out and plaaaaay… Warriors, come out and plaaaaaaaaay...”

No hay comentarios:

Publicar un comentario